viernes, 2 de julio de 2010

UNA HORTELANA EN PARÍS: NO SIN MIS TOMATES (QUE SON CHERRYS)

Bueno, nos habíamos quedado en ese momento en el que ya estábamos instalados en el pueblo. (Y aquí aprovecho para hacer un inciso de agradecimiento a mi Cruela del alma que nos soportó oooootra mudanza más brindando el almacén de su empresa lucera para que yo alojara mis tres furgonetas, mil quilómetros en dos días y tres viajes de ida y vuelta de bultos que el Inti y un amigo (que en adelante conoceremos como el Kikuyu) se bajaron cajita a cajita por mis cuatro pisos (lo que les hizo exclamar varias veces “¡ahora entiendo que el gato se tirara!”). Y a su C, que pese a las experiencias anteriores, consiguiera vencer las reticencias de creer que le iba a dejar la mitad de mi casa alojada para los restos entre sus focos).

Cuando una vive en una ciudad, carece de elementos suficientes para valorar la vida del campo que apenas se vislumbra un poquitín a través de la tele y series tan realistas como “La Casa de la Pradera”, o de escapadillas de fin de semana a lugares indefectiblemente llenos de otros madrileños que regresan el domingo de vuelta a sus hogares indefectiblemente también, siempre a la misma hora que tú. De este modo, una tiende a creer que todas las casas de los pueblos son rurales, que siempre hace sol y la mies es amarilla. Se tiende a atribuirle virtudes y más virtudes, todas las que no tiene su opuesto natural que es el modelo urbanita.

Pero cuando se da el paso de trasladarse a la realidad de la bucólica campiña de nuestro imaginario, una va y se choca de tabique nasal tres puntos con la puerta de la realidad que se encarga de desmontar algunos mitos malamente atribuídos. En este caso que me ocupa (y de forma brutal), el mito urbano que iguala campo con tranquilidad y calma chicha ¡JÁ, TRANQUILIDAD DICEN! ¡JÁ, CALMA CHICHA!.

Tras los meses de instalación, acoplamientos y descubrimientos de nuestros entornos variopintos, llegó el momento de plantearse qué podríamos hacer en el campo que nos diera de comer. Vamos a ver, no es que no lo tuviéramos pensado antes de lanzarnos a esta aventura, es que desde el segundo uno de llegar ya nos dimos cuenta que más que de letras nosotros habíamos salido de ciencias, pero ficción.

Tras plantearnos la opción de montar un emporio del pollo de corral; otro emporio forestal de limpia, tala, clara y poda de las especies arboríferas del lugar (que abundan) e incluso y a la desesperada una ONG para salvarnos a nosotros mismos, caímos en lo elemental: ¿qué es lo que más tiene el campo? ¡pues campo!. Y decidimos hacernos agricultores, pero no agricultores de esos americanos de cien acres de tierra y un tractor amarillo, nosotros a lo tradicional, a lo bueno, a lo bonito, y sobre todo a lo más barato: nosotros ecológicos y manuales.

Debo decir que desde que llegamos al pueblo nuestros vecinos lugareños nos trataron bien, con respeto, con cariño, con camaradería y con mucha curiosidad, porque intuyeron con acierto que además de un poco panolis en estos lares, somos los tres más bien marcianos en cualquier lado, y gracias a eso contamos con una patente de corso que nos permite hacer tranquilamente de nuestra capa un sayo, sin que a nadie le disturbie, porque dan por sentado que de “Los Madriles” (o “Coletas”, por el apéndice capilar que desde hace tiempo adorna al Inti) “cualquier cosa”. De hecho cuando nos cruzamos con algún cohabitante al que hace días que no vemos, suelen saludarnos con un “¿y en qué andáis ahora?”, que es el equivalente educado al “cuéntame la última, que me monde”.

Esto os lo digo para que valoréis lo peregrina que ha resultado nuestra idea: a fecha de hoy a mi todavía me sonroja comentar que somos agricultores ecológicos con cacho huerto (cuatro mil metros cuadrados) porque las carcajadas se oyen hasta en mi antigua Plazoleta de los Blases. Es verdad que nosotros somos animosos y no nos dejamos amilanar por el hecho de estar situados a mil ciento cincuenta metros de altitud sobre el nivel del mar, que el verano del año pasado cayó en jueves y que nieva más que hablo. Es verdad que hasta hace dos días no distinguíamos un tomate de una berenjena si nos vendaban los ojos (el Inti tampoco los distinguía con los ojos descubiertos), y que yo soy conocida entre mis afectos como la killer-serial de los cactus de plástico más resistentes a las sequías. Todo eso es verdad, pero no sirvió para hacernos desistir. Militante que es una, y con el Inti, dos, nos emperramos con aquello de la Vía Campesina y la Soberanía Alimentaria, y dijimos que por Lenin Bendito, que se iba a enterar Monsanto de lo que vale un peine.

Como todo está escrito en los libros, procedimos a leer y empaparnos de sabiduría. Así nuestra cabecera se llenó de títulos tan apasionantes como “La Vida en el Campo y el Horticultor Autosuficiente (Editorial Blume)” que te enseña cosas tan imprescindibles y básicas como por ejemplo cómo esquilar una oveja sin que parezca el Inti tras afeitarse en la mañana de un domingo de resaca. O “Cultivar el Huerto de Forma Sana y Natural (Editorial Susaeta)”, que además de enseñar mucho de hortalizas, te mantiene durante toda la lectura con el intringulis de si al final del libro te contarán que después de hacer todo lo propuesto, obtendrás unos glúteos como los de un adicto al spining intensivo. O “Las Gallinas, las Mascotas del Siglo XXI (Editorial Hispano Europea)”, por aquello de mantener una puertita abierta... Nuestras conversaciones nocturnas pasaron a un nivel elevado donde los haya:

Inti: - “¿Sabías que a las cebollas se las debe aplicar una bina o escarda constante aunque delicada para que el fruto engorde y se mantenga suave y dulce?”

Yo: - “¿Sabías que hay programas de acogida de gallinas ponedoras en batería y que existe la Sociedad Protectora de Gallinas?. Podríamos cogerlas de allí...”

Inti: - “Al tema, que estamos con el huerto: ¿Sabías que a las cebollas se las debe aplicar una bina o escarda constante aunque delicada para que el fruto engorde y se mantenga suave y dulce?”

Finalmente acabamos siendo unos eruditos de la horti-cultura, sobre todo por tanto como leímos, aunque la verdad de la buena es que seguíamos sin saber como se cogía una azada. Por eso comenzamos con las prácticas en el jardín. Mi primer consejo de todos es que conviene hacer caso de la sapiencia popular reflejada por los estudiosos, pero vamos sin radicalismos. Por ejemplo, es un hecho que los ajos se plantan en diciembre, pero en fin, que si no da tiempo, también se pueden plantar en enero, por ejemplo el día diez. No es necesario, insisto, no es necesario, liarse a hazadazos bajo la nevada contra el durísisimo hielo de la tierra a cuatro grados bajo cero un treinta y uno de diciembre a la hora en que todo el pueblo festeja en el bar el fin de año solo porque se acaba el mes de los ajos y tú todavía no has puesto ni uno... Haced caso de mi corta pero intensísima experiencia.

En fin, que tras meses de apasionantes lecturas y conversaciones en la cama, hemos llegado ya al punto en que tenemos las tierras (alquiladas, otro motivo de risas que ha proporcionado muy buenos ratos a nuestros corrurales en la barra de nuestro único bar del pueblo), y nos toca empezar a meter la mano en ella. Hemos comprado el vallado, hemos llamado al Kikuyu para que nos ayude a ponerla y él y el Inti han instalado mil doscientos metros de perímetro antiganado con la ayuda exclusiva de sus descarnadas manos que parecen lijas y los llantos de súplica del Kikuyu que solo imploraba que le dejáramos regresar al calorcito confortable de su Madrid. Hemos comprado el sistema de riego por goteo e instalado con nuestras insensibles manitas hechas ya muñones los ocho mil quinientos goteros que uno a uno han de aliviar la sed de nuestras plantas. Y justo después de ésto, llegamos al momento de aprovisionarse de las plantas en cuestión que deberán residir en tal lujosa morada.

Yo soy una maestra haciendo listas de la compra con todo lujo y fantasía, ya sean fruslerías de Pepe Jeans o delicatessen agros, no hay nadie más eficiente: así me aplique a seleccionar cuatro variedades diferentes de calabacines (incluído uno que se denomina “Belleza Negra”, que no sé a vosotros, pero a mi me suena casi porno), seis de judías verdes (incluyendo una llamada “Slenderette” que debe de ser la compañera de show del calabacín anterior), siete de lechugas incluyendo una silvestre holandesa... vamos, vamos, vamos; de todo lo demás mucho más. Y finalmente doce variedades de tomates incluyendo los cotizados Cherrys.

Con la lista en la mano, procedí a llamar en primer lugar al único vivero ecológico situado ya de por sí en el culo del mundo que me fue confirmando, una a una, todas las variedades salvo, ¡o Lénines!, el tomatillo Cherry, que quién lo iba a decir, parece ser que se autogenera espontáneamente en los estantes del Carrefour. Inasequible al desaliento, no me dispuse a la renuncia de tan exitosa hortaliza, y pasé a la siguiente fase: la de llamar a todos los viveros provinciales y para provinciales (de Comunidades Vecinas) fueran o no del gremio ecológico, solo para descubrir que nadie parece darles la relevancia que tienen, y tras dos semanas de infructuosas gestiones, me veo que el tiempo de la recolección se nos va a echar encima, y aquí nosotros huérfanos de Cherrys.

Por aquel entonces, el Inti me empieza ya a sugerir que me relaje, que a lo mejor no son tan imprescindibles los tomatillos en cuestión, y que podríamos empezar sin ellos, pero yo todavía con energías, me lanzo a la argumentación de por qué una empresa hortícola de calidad, fina y que se precie, destinada a la comercialización, debe contar entre sus haberes con esta oferta, imprescindible para la cansada ama de casa (del género que sea) dispuesta a pagar cinco veces más por un tomate que pesa cinco veces menos y no sabe a nada, pero que todos los niños del mundo se comen sin protestar, y que convierte una vulgar ensalada de lechugas de bolsa en una sofisticada propuesta gastrónomica... debí ser eficaz, porque el Inti no dijo ni mú, alzó la vista al cielo a la vez que deshinchaba sus pulmones en un suspirillo y durante días cejó en la insistencia de la importancia de las binas y las escardas en el engrose de las cebollas. Ni ganas que le quedaron, creo.

Yo soy perceptiva y empecé a notar que no había clima, así que no volví sobre el asunto, pero inicié el desesperado Plan Z, el de “los saco de donde sea”, porque yo no intento arrastar a nadie a mis convinciones, pero claro, que tampoco me convenzan a mi de que los Cherrys no hacen falta ni son imprescindibles.

Así llegué a un jueves de los de mercadillo de abastos y anuncié a bombo y platillo a mis corrurales que me iba a la capital más pequeña de provincia de este país (que tiene a gala ser la que me queda cerca) y que quién quería algo (porque es costumbre entre los lugareños que quien descienda a la civilización lo comunique a los restantes para brindarles la oportunidad de hacer encargos).

A partir de aquí paso al resumen horario de aquella fatídica jornada:

Nueve treinta: arranco el Vernon (lean, si les apetece, mi anterior vida para saber que es el monstruo con ruedas BMW casi clásico, que nos desplaza al Inti y a mi desde hace años).

Nueve y treinta y cinco: casi atropello un corzo.

Nueve cuarenta y seis: me ataca un perro pastor de un rebaño de ovejas, casi lo atropello. Me chilla el pastor al que esquivo habilmente. Me chilla aun más.

Nueve cincuenta: casi atropello a un zorro cojo.

Diez y cuarto: casi atropello a una señora con un carrito de la compra porque he perdido la costumbre de las enormes aglomeraciones de tres personas que se producen en los pasos de cebra.

Diez y cuarenta: consigo aparcar el Vernon que mide como un portaviones y ya no hacen plazas de su talla.

Diez y cuarenta y cinco: entro en PPJ a ver qué hay.

Once y veinte: salgo de PPJ después de haberme probado media tienda, haber dejado la lata de coca cola que me estaba refrescando a la dependienta para que me la guardara y haberla recuperado para seguir bebiéndola absolutamente disipada. En un ejercicio soberano de autocontrol, luchando conmigo misma y contra mis genes, no compré nada.

Once y cuarenta: estoy en el mercado de abastos tras haber andado un congo.

Doce menos diez: localizo en un puesto alejado de mi unos sesenta metros una mesa llenita de bandejas de plántulas pidiéndome a gritos que las ponga en mi huerto (y una oferta de cuatro kilos de cerezas del Jerte a tres euros). De veinticinco atléticas zancadas llego al puesto y me cuelo in extremis a una señora, adelantándome con mi voz cantarina en la pedida de vez.

Doce menos cinco casi: pido todos los tomates Cherrys que tenga el hombre en su haber (necesito doscientas unidades de plantas), el tendero me señala las plantas chuchurrías que quedan en un rincón y me dice que solo tiene esas. La mujer adelantada me mira, y me dice “yo necesitaba tres...”, la miro asustada, le miro al tendero, repongo a la clienta: “¡y yo doscientas!”; la mujer me mira asustada, el tendero me mira asustado, yo miro asustada la bandeja en la que apenas hay cincuenta plantas, y me niego a quedarme con sólo cuarenta y siete. Se hace el silencio en el mercado, se paran los pájaros en el cielo y siento que todo el mundo mundial se ha vuelto a mirarme y lo hace de manera hostil y comienzo a sentirme un poquito miserable. Trago saliva, miro a la señora, miro al tendero y le digo en un hilillo de voz “dele tres a la señora”. El tendero coge tres, se los da a la señora, coge la bandeja me la da a mi sin molestarse en sacar las plantitas y meterlas en una bolsa. Yo abro los brazos todo lo que puedo e intento abarcar la bandeja. Le miro al tendero. Le devuelvo la bandeja y busco en mi bolso la cartera para sacar el dinero y pagarle. El hombre me da la bandeja que yo cojo con la mano izquierda y apoyo en la derecha que deja caer el dinero en la palma de la mano del hombre. El hombre va a la caja y saca el cambio, yo miro la bandeja, le miro a él, siento la necesidad de devolverle la bandeja, pero me lo pienso y le digo que se lo guarde.

Doce en punto: agarro firme mi bandeja, levanto la vista del suelo y con un par de narices, me voy del mercado atropellando a todos los transeuntes que lo abarrotan, arrinconándolos contra los puestos mientras les pido disculpas bajito una y otra vez, y echando de menos no haber tenido más valor y más manos para pedir también los cuatro kilos de cerezas. Mil metros más allá sudo a chorros y se me cae el bolso del hombro.

Doce y diez: paro en un puesto de periódicos a comprar quince ejemplares del Mundo que me han encargado mis convecinos porque mencionan al pueblo en la edición de ese día: dejo la bandeja en el suelo, cojo los periódicos, saco el dinero, guardo el dinero, me seco el sudor de la frente, me coloco el bolso, pongo los periódicos bajo el brazo y retomo mis tomates cuando un hombre ya está preguntando al kioskero que con que publicación regalan plantas.

Doce y media: atravieso un parque esperando que haya menos gente y atajar al menos tres metros (que todo ayuda). Unos abuelos orondos jugando a la Tanguilla (deporte local que no es de origen brasileño) me preguntan donde voy con tanta alfalfa.

Doce y treinta y ocho: entro en una pescadería para comprar una caja entera de sardinas que me han encargado los del bar del pueblo para la sardinada que quieren hacer el domingo (de origen levantino y nuevos como vecinos, están bien convencidos de que los espetos tienen tanto éxito internacional como mis tomates Cherrys, y quieren introducirlos en estas tierras como tapa del vermout post misa, así que yo, solidaria y reconocida en su lucha, me brindo a colaborar haciendo el porte del pescado). Dejo la bandeja de plantas en el suelo de la tienda, despego los brazos y despego los periódicos que con el sudor se han aderido a mi cuerpo, los dejo en el suelo. Saco el monedero, intento arreglarme la coleta medio deshecha, recojo las vueltas, cojo la caja de sardinas, la dejo en el suelo, la tendera me suplica que no lo haga, que no está limpio, yo la miro a ella, ella mira la bandeja de plantas y los periódios y se calla. Pongo la bandeja de tomates encima de la de sardinas, vuelvo a aderirme la prensa al cuerpo y con los bracitos pegados intento recojer las dos cajas del suelo. Tras varios intentos, consigo incorporarme con todo dispuesto en un muy frágil equilibrio. Renqueante salgo a la calle intentado estirar el cuello todo lo que puedo para ver por encima de tanto bulto.

Doce y cincuenta: llego al Vernon, y como no le cierra la puerta del portaequipajes, tiro los periódicos dentro del coche y meto las sardinas y los tomates en el compartimento de los pasajeros. Entro en el coche, bajo las ventanillas para que me de el aire, se me seque el sudor y pueda respirar algo que no huela a pescado. Cojo la cajetilla de tabaco con las manos por fin liberadas y me fumo un Ducados de una única calada.

Trece en punto: arranco el coche y me vuelvo espitada a mi pueblito de nada, de cuarenta habitantes. Adelanto a todos los coches que me encuentro antes de llegar al puerto previo al páramo de Cicely (que tiene solo un carril y allí es imposible que pasen dos coches simultaneamente).

Trece treinta: en una curva brusca se me vuelcan la bandeja de tomates y la caja de sardinas sobre el asiento del pasajero donde descansan los periódios.

Trece y treinta y tres segundos: haciendo alarde de mis reflejos alertas y mis nervios templados, detengo el coche con una rapidísima frenada en medio de la carretera, porque carece de arcén.

Trece y treinta y uno: los coches adelantados que me seguían de cerca frenan con los mismos reflejos que yo (me sorprende gratamente) y se dedican a decir de todo a mi medio cuerpo inferior que permanece fuera del coche, mientras mi medio cuerpo superior, dentro del habitáculo de pasajeros intenta recomponer los peces y las plantas en sus respectivas cajas y secar la prensa del agüilla de las sardinas.

Trece y treinta y siete: tras seis minutos eternos, recupero el cuerpo superior y pido disculpas a mi público que grita, pero se me malinterpreta y empiezan a pitarme. Me meto en el coche y acelero antes que arranco.

Trece cincuenta: llego a Cicely desencajada, apestando a sardinas, con los Cherrys deshojados y los periódicos deshechos. Cuando entro en casa me desmorono y lloro.

El Inti me mira, intuye el drama y mientras mueve la cabeza, me dice: “supongo que por fin, sí tenemos tomates Cherrys. Y le oigo que además susurra por lo bajini un no-sé-qué sobre lo malísimos que son los fundamentalismos.


lunes, 28 de junio de 2010

DE 40 A 103 EN UN ALMUERZO: EL EMPADRONIUM

Decidir dejar Madrid fue fácil, decidir destino genérico también (la playa, la playa, la playa...), acabar haciendo escala en Castilla La Vieja y en este pueblo concreto fue gracias a un gintonic playero en compañía de nuestro amigo el Oenegé, a la inoperancia de nuestros organismo oficiales (léase Diputación Provincial y Justa de Castilla) y a la constancia, entusiasmo y espirituoso casero del Excmo. Sr. Alcalde de nuestro pueblo de 40 habitantes.

Nuestro amigo el Oenegé había pasado catorce años en latinoamérica ejerciendo como cooperante, pero tras tanta entrega decidió darse un respiro y regresar de reposo a las raíces castellanas. La verdad es que año tras año le enviábamos para allá después de pasar las navidades en familia, gordo y orondo con su metro ochenta y mucho y sus ciento y algo de peso; y año tras año nos lo devolvían en las vísperas, flaquito flaquito, y recuperándose de alguna malura tropical, fuera Dengue o bursitis crónica (que no es una crisis del 29 como parece, sino un bulto inespecífico en la espalda que le hace sufrir mucho). Este año vino flaquito como nunca y engordó pero ya no mucho... y esta vez ya no se nos fue. En la playita con un gintonic en la mano y puñados de pipas en la boca, nos contaba el cansancio de esa militancia y el nuevo disfrute que suponía para él las excelencias del retiro en su tierra, de su cansancio laboral, de los pueblitos de piedra despoblados y pintorescos, de sus fiestas regionales, de su tranquilidad en la naturaleza tan sólo explotada gastronómicamente... de tantas y tantas posibilidades, del todo por hacer en un territorio dejado de las manos de los organismos oficiales... y el Inti, él y yo empezamos a visualizarnos cual colonos a la conquista de California, militantes de mil causas perdidas.

Con eso ya quedó claro que íbamos a hacer una escala en nuestra escapada a la playa alojándonos en su mismito paraíso. De vuelta a Madrid y puestos al asunto teléfono en mano, comenzamos por llamar a la Justa para informarnos de las políticas de repoblación de nuestro gobierno regional, transferido, que aquí al habla están dos repobladores con infante incluído (en estos pueblos, los niños cotizan y mucho y las niñas un poquito más, porque aquí el género femenino se presupone como el valor en la mili. Un ejemplo: el programa de Antena Tres “Esta Casa es una Ruina” se basa en el noble fin de sacar a una familia del arroyo y facilitarla una casa de ensueño. En una de las emisiones, de entre tropecientos mil candidatos seleccionaron a tres finalistas para desplazarse a un pueblo vecino a Cicely, donde el alcalde (cuya mujer es tutora actual de mi retoño) brindaba un cuchitril histórico que el programa reconvirtió en palacio y tienda de comestibles, para que la familia se instalara y subsistiera. El pueblo en pleno debía seleccionar a la nueva familia vecina de entre estas tres. Dos de los casos eran de un dramatismo que ni Dickens hubiera imaginado, todos con historias de desahucios, de paros de larga duración, de exclusiones sociales y dos o tres niños implicados. La tercera familia tenía una situación acomodada, una casita en Getafe, los progenitores asalariados, y la madre en concreto por el estado, que es funcionaria. Pero tienen 7 niñas y todas en edad escolar. Las 7 niñas y sus dos padres son ahora vecinos por unanimidad del pueblo. Y es que con semejante descendencia, en un pueblo como este resultaban imbatibles. Yo cada vez que me cruzo con ellos, aun paso un poco de miedo, también por si lo suyo se pega).

Bueno, pues la Justa nos dijo “que quééééé” y nos remitió a la Diputación que nos dijo que “¿política de qué?, no por ese nombre no nos figura nadie”y nos aconsejaron seguir llamando pero pueblito por pueblito, a ver si en alguno necesitaban gente. Aquello era como Gila llamando a la guerra (“hola, ¿es ahí la guerra?”) pero con el agravante de que la guerra no cierra y los ayuntamientos no abren salvo cuando va el secretario cinco breves minutos un día o dos por semana (dependiendo del estatus). Pues, oye, que aun así, conseguí hablar con muchos pueblos.

Hasta que un día nos llamó nuestro Excmo. diciendo que se había enterado de que buscábamos pueblo, y que para pueblo pueblo el suyo. Por aquel entonces llevábamos fines y fines de semana viajando a la provincia, alojándonos en casa de la abuela del Oenegé o de Águila Verde (amigo pionero que años a ya se había trasladado de Madrid a un pueblo vecino a éste nuestro y que es concejal, pero sin más medios institucionales que un bote de spray verde con el que va reivindicando sus poderes, un método de lo más eficaz porque ya no queda vecino que quiera enfrentarse al bochorno de ver su fachada como lienzo de sus expeditivos mensajes). Habíamos visitado infinidad de pueblos posibles, donde habíamos iniciado gestiones (que en estos pueblos van muy, muy, muy despaciiiiito), habíamos visualizado nuestra vida en tantos y tantos idílicos lugares de estos parajes... que cuando llegamos a Cicely invitados por el Excmo, la verdad y entre nosotros, es que nos pareció tirando a muy feucho, y arquitecturalmente único en una zona uniforme con sus casitas de piedra en las laderas (con la ilusión que a mi me hacía...), todos los pueblitos maravillosos y pintorescos cual belén. El nuestro es el único que no solo no lo parece sino que además es original y mucho, que hasta disponemos de una casa con su fachada solariega alicata de azulejos verde aula colegio público y/u hospital del INSALUD. La que nos ofreció el Excmo, recién construída por la Justa de Castilla, parecía un adosado recogido por una grúa directamente del Sector Tres de Getafe y dejado caer en medio de la nada del páramo en el que se ubica nuestro pueblo.

La verdad es que regresamos a Madrid de aquella visita un poco desanimados por el lugar, impactados con la berborrea, decisión y ánimo del Excmo. en su lucha solitaria por el desarrollo de Cicely, pero decididos a seguir buscando. Sin embargo, nuestro Excmo, cual rottweiler agarrado a su presa no cejó en su empeño de añadir tres empadronados más a su censo ¡y uno de ellos niña!. Era tanto su entusiasmo, eran tantos sus mil planes, era tanto tanto, y tanta nuestra deseperación llamando de pueblo en pueblo, que poco a poco, fuimos visualizando las posibilidades maravillosas de un pueblo con semejante tirón y arranque. Vamos que al final dijimos que sí, porque ni el Inti ni yo tuvimos las narices necesarias para decir que no al Excmo.

Nosotros, ya instalados, hicimos los números 38, 39 y 40 como empadronados, lo cual era de por sí una fuente de envidias para nuestras localidades vecinas, con medias de crecimiento de menos cinco anuales. Pero entonces nos llegó de nuevo el Excmo diciendo: necesitamos llegar a 100 empadronados para por fin dejar de ser Concejo Abierto y pasar a ser Ayuntamiento. Esto tiene mucho meollo, porque en el Concejo Abierto se juntan todos los vecinos a opinar y tomar decisiones en pleno, lo cual suena idílico y muy democrático, pero llevado a la práctica supone que el alcalde discute con todos, los plenos son eternos, no se decide nada y no se aprueba nada. El Excmo. único representante oficial del concejo, se convierte en el concejal de festejos (y operario de lucecitas), de urbanismo (y operario de albañilería), el de limpieza (y operario de limpieza) y finalmente en divorciado. Siendo ayuntamiento se tiene derecho a cinco concejales-operarios-divorciables y por lo menos la probabilidad disminuye. Dicho y hecho (frase mítica del Excmo) nos pusimos a la tarea. Nuestros amigos madrileños, inconscientes como nosotros se empadronaron en masa en nuestra casa que tiene una densidad de dos habitantes por m2, y los que no cabían en la nuestra ni eran conocidos nuestros, en la casa de los padres del Excmo. Todo en el tiempo record de una semana. Hasta que en vísperas de cumplir nos enteramos de que no eran 100 sino 103 los necesarios.

Era imprescindible una solución desesperada, un golpe de efecto que nos permitiera dar la vuelta al Catastro.

Domingo por la mañana, la casa concurrida, Olgui e Isi, de visita, Isi urbanita hasta la médula, azafata cosmopolita París-London-New York, que en una ocasión vió una balleta pero fue en una foto, decide coger la de mi casa y liarse a limpiarla y dejarla como un San Luís en atención a mi, la anfitriona (y sospecho que también para no coger una infección, que ella es muchísimo más pulida que yo), mientras yo la insto a que ni lo intente, que no vale la pena, que hay barro en la calle... se abre la puerta, aparecen los hombres que vienen del campo: el Inti, el Excmo, su primo, el Oenegé, su primo, y el cabrero, éste sin primo, todos con sus botazas de barro, todos con hambre y sed cual vikingos. Saco pan, saco choricillo, saco queso, saca Isi su pañuelo y llora amargamente (“¡para una vez que limpio!”), saca el Excmo su arma secreta: un bidón de 20 litros de un vino de su cosecha que él mismo elabora sin sulfatos ni sulfitos.

Vino pa'rriba, vino pa'bajo, lloro pa'rriba, lloro pa'bajo... y a la altura de la noche habíamos cerrado objetivo, con tres empadronados más en las calles que ellos eligieron, faltaría más, en adelante rebautizadas para posterior estupor general con los nombres de Calle Perdi, 2 (domicilio fiscal de Olgui), calle Cogi, 2 (domicilio fiscal del Oenegé), y calle Empana, 2 (domicilio penal del muy calavera del primo del Oenegé). Al vino también lo rebautizamos y desde entonces se llama Empadronium.

Eso sí, en Cicely viviendo seguimos siendo cuarenta (este año aun no se ha muerto nadie), y todas las multas de nuestros amigos ahora llegan a nuestran casa, salvo las del Oenegé que hace un mes escaso se nos ha vuelto para Latinoamérica.

jueves, 10 de junio de 2010

UNA VIEJA CONDUCTORA NÓVEL

Queridos amigos,

Los que no me conocéis no sabéis que antes yo tenía otra vida en otro lugar y en otro blog incluso (MEMORIAS DE UNA CONDUCTORA NÓVEL). Mis días discurrían entre las cuatro Ces que eran mi vida, Casa, Cole, Curro y Carrefour, y casi todo mi mundo estaba a la vista de mi ventana madrileña: la plazoleta con sus Blases, el kiosko del Tatchenko, mi coche Luisi y el coche Vernon del Inti, ese amigo muy, muy íntimo que con el paso de los años, fue aparcando cada vez más tiempo enfrente de mi puerta, hasta convertir su huequito de la acera en una plaza fija reservada. Y mi familia. Y mis amigos.

La vida discurría plácida entre sobresalto y sobresalto, todos los que me daba mi faceta de nueva conductora y mi recién estrenada inmersión en el tremendo mundo de la mécanica del automóvil con todas sus puñetitas. Me he quedado con ganas de escribir un post dedicado al Manual de Instrucciones del Coche, ese que carece del primer e imprescindible capítulo, “SEPA USTED IDENTIFICAR CUAL DE LOS VEINTICINCO MIL MODELOS DE ESTE VEHÍCULO ES EL SUYO” y cuya falta hace que ninguno de los demás sirvan para nada, ¿no os ha pasado a vosotros, propietarios de coches de veinticinco manos, que os halláis convencidos de que el fallo mecánico proviene del ABS y en el taller os descubren después que no, que es que justo tu modelo es una serie especial “Mundial Naranjito” y no lo traía de serie?. Yo comencé mis andaduras como conductora un poquito tarde, a mis “treinta y” ya cumpliditos.

Con el paso del tiempo, el estrés vital se fue asentando (especialmente el de los otros padres de los compañeros de colegio de mi hija, a los que dejé de doblarles los retrovisores y ellos de proteger con sus cuerpos a sus retoños cuando yo llegaba siempre justita de hora a la entrega de mi hija a ese pozo de sabiduría y descanso paterno que es el colegio, variando frecuentemente el modelo de vehículo usado-ya-casi-clásico que durante estos cinco años, han pasado por mis manos). No sé como, pero poco a poco mi vida se me fue haciendo pequeña conforme mi niña se hacía grande (nueve años son muchos cuando una la ha tenido con meses), y empecé a necesitar un cambio de sintonía porque todas las canciones de mi emisora se parecían demasiado las unas a las otras.

Y un final de vacaciones al borde de la playa, agarrada a mi colchoneta hinchable con los dientes, y con la cabeza escondida en el ala de mi pareo para no afrontar la realidad, lloriqueando al Inti, “no quiero volver a casa, no quiero volver a casa” mientras él paciente intentaba convencerme a manera de consuelo de que debía regresar a ejercer de madre responsable que trabaja su jornadita obrera para pagar la hipoteca y el super colegio privado de su hija... a la espera de los fines de semana y vacaciones que permitieran la evasión, mientras tintineaba entre sus dedillos la llave del coche, me llegó la inspiración y lo tuve claro. Levanteme yo de mi colchoneta de Nivea, aliseme con dignidad el pareo, y agarrando un puñadito de la arena de la playa, alcé mi mano al cielo y también los ojos, y declamé cual Scarlett O'Hara que a Lenin ponía por testigo, que allí mismo yo pegaba un Irmazo.

El Inti respiró tranquilo, al verme razonable (y sobre todo, camino del coche), y una semana después ya habíamos deshecho nuestras vidas, puesto en alquiler la casita con vistas a casi toda mi vida, y cargado nuestro Vernon con todos nuestros proyectos de este nuevo capítulo que espero poder seguir contándoos en este blog.

Debo decir que llegar hasta Cicely nos costó un poquito más de tiempo, pero eso lo tendré que dejar para otro día.

Bienvenidos todos, a esta, vuestra nueva casa.