viernes, 2 de julio de 2010

UNA HORTELANA EN PARÍS: NO SIN MIS TOMATES (QUE SON CHERRYS)

Bueno, nos habíamos quedado en ese momento en el que ya estábamos instalados en el pueblo. (Y aquí aprovecho para hacer un inciso de agradecimiento a mi Cruela del alma que nos soportó oooootra mudanza más brindando el almacén de su empresa lucera para que yo alojara mis tres furgonetas, mil quilómetros en dos días y tres viajes de ida y vuelta de bultos que el Inti y un amigo (que en adelante conoceremos como el Kikuyu) se bajaron cajita a cajita por mis cuatro pisos (lo que les hizo exclamar varias veces “¡ahora entiendo que el gato se tirara!”). Y a su C, que pese a las experiencias anteriores, consiguiera vencer las reticencias de creer que le iba a dejar la mitad de mi casa alojada para los restos entre sus focos).

Cuando una vive en una ciudad, carece de elementos suficientes para valorar la vida del campo que apenas se vislumbra un poquitín a través de la tele y series tan realistas como “La Casa de la Pradera”, o de escapadillas de fin de semana a lugares indefectiblemente llenos de otros madrileños que regresan el domingo de vuelta a sus hogares indefectiblemente también, siempre a la misma hora que tú. De este modo, una tiende a creer que todas las casas de los pueblos son rurales, que siempre hace sol y la mies es amarilla. Se tiende a atribuirle virtudes y más virtudes, todas las que no tiene su opuesto natural que es el modelo urbanita.

Pero cuando se da el paso de trasladarse a la realidad de la bucólica campiña de nuestro imaginario, una va y se choca de tabique nasal tres puntos con la puerta de la realidad que se encarga de desmontar algunos mitos malamente atribuídos. En este caso que me ocupa (y de forma brutal), el mito urbano que iguala campo con tranquilidad y calma chicha ¡JÁ, TRANQUILIDAD DICEN! ¡JÁ, CALMA CHICHA!.

Tras los meses de instalación, acoplamientos y descubrimientos de nuestros entornos variopintos, llegó el momento de plantearse qué podríamos hacer en el campo que nos diera de comer. Vamos a ver, no es que no lo tuviéramos pensado antes de lanzarnos a esta aventura, es que desde el segundo uno de llegar ya nos dimos cuenta que más que de letras nosotros habíamos salido de ciencias, pero ficción.

Tras plantearnos la opción de montar un emporio del pollo de corral; otro emporio forestal de limpia, tala, clara y poda de las especies arboríferas del lugar (que abundan) e incluso y a la desesperada una ONG para salvarnos a nosotros mismos, caímos en lo elemental: ¿qué es lo que más tiene el campo? ¡pues campo!. Y decidimos hacernos agricultores, pero no agricultores de esos americanos de cien acres de tierra y un tractor amarillo, nosotros a lo tradicional, a lo bueno, a lo bonito, y sobre todo a lo más barato: nosotros ecológicos y manuales.

Debo decir que desde que llegamos al pueblo nuestros vecinos lugareños nos trataron bien, con respeto, con cariño, con camaradería y con mucha curiosidad, porque intuyeron con acierto que además de un poco panolis en estos lares, somos los tres más bien marcianos en cualquier lado, y gracias a eso contamos con una patente de corso que nos permite hacer tranquilamente de nuestra capa un sayo, sin que a nadie le disturbie, porque dan por sentado que de “Los Madriles” (o “Coletas”, por el apéndice capilar que desde hace tiempo adorna al Inti) “cualquier cosa”. De hecho cuando nos cruzamos con algún cohabitante al que hace días que no vemos, suelen saludarnos con un “¿y en qué andáis ahora?”, que es el equivalente educado al “cuéntame la última, que me monde”.

Esto os lo digo para que valoréis lo peregrina que ha resultado nuestra idea: a fecha de hoy a mi todavía me sonroja comentar que somos agricultores ecológicos con cacho huerto (cuatro mil metros cuadrados) porque las carcajadas se oyen hasta en mi antigua Plazoleta de los Blases. Es verdad que nosotros somos animosos y no nos dejamos amilanar por el hecho de estar situados a mil ciento cincuenta metros de altitud sobre el nivel del mar, que el verano del año pasado cayó en jueves y que nieva más que hablo. Es verdad que hasta hace dos días no distinguíamos un tomate de una berenjena si nos vendaban los ojos (el Inti tampoco los distinguía con los ojos descubiertos), y que yo soy conocida entre mis afectos como la killer-serial de los cactus de plástico más resistentes a las sequías. Todo eso es verdad, pero no sirvió para hacernos desistir. Militante que es una, y con el Inti, dos, nos emperramos con aquello de la Vía Campesina y la Soberanía Alimentaria, y dijimos que por Lenin Bendito, que se iba a enterar Monsanto de lo que vale un peine.

Como todo está escrito en los libros, procedimos a leer y empaparnos de sabiduría. Así nuestra cabecera se llenó de títulos tan apasionantes como “La Vida en el Campo y el Horticultor Autosuficiente (Editorial Blume)” que te enseña cosas tan imprescindibles y básicas como por ejemplo cómo esquilar una oveja sin que parezca el Inti tras afeitarse en la mañana de un domingo de resaca. O “Cultivar el Huerto de Forma Sana y Natural (Editorial Susaeta)”, que además de enseñar mucho de hortalizas, te mantiene durante toda la lectura con el intringulis de si al final del libro te contarán que después de hacer todo lo propuesto, obtendrás unos glúteos como los de un adicto al spining intensivo. O “Las Gallinas, las Mascotas del Siglo XXI (Editorial Hispano Europea)”, por aquello de mantener una puertita abierta... Nuestras conversaciones nocturnas pasaron a un nivel elevado donde los haya:

Inti: - “¿Sabías que a las cebollas se las debe aplicar una bina o escarda constante aunque delicada para que el fruto engorde y se mantenga suave y dulce?”

Yo: - “¿Sabías que hay programas de acogida de gallinas ponedoras en batería y que existe la Sociedad Protectora de Gallinas?. Podríamos cogerlas de allí...”

Inti: - “Al tema, que estamos con el huerto: ¿Sabías que a las cebollas se las debe aplicar una bina o escarda constante aunque delicada para que el fruto engorde y se mantenga suave y dulce?”

Finalmente acabamos siendo unos eruditos de la horti-cultura, sobre todo por tanto como leímos, aunque la verdad de la buena es que seguíamos sin saber como se cogía una azada. Por eso comenzamos con las prácticas en el jardín. Mi primer consejo de todos es que conviene hacer caso de la sapiencia popular reflejada por los estudiosos, pero vamos sin radicalismos. Por ejemplo, es un hecho que los ajos se plantan en diciembre, pero en fin, que si no da tiempo, también se pueden plantar en enero, por ejemplo el día diez. No es necesario, insisto, no es necesario, liarse a hazadazos bajo la nevada contra el durísisimo hielo de la tierra a cuatro grados bajo cero un treinta y uno de diciembre a la hora en que todo el pueblo festeja en el bar el fin de año solo porque se acaba el mes de los ajos y tú todavía no has puesto ni uno... Haced caso de mi corta pero intensísima experiencia.

En fin, que tras meses de apasionantes lecturas y conversaciones en la cama, hemos llegado ya al punto en que tenemos las tierras (alquiladas, otro motivo de risas que ha proporcionado muy buenos ratos a nuestros corrurales en la barra de nuestro único bar del pueblo), y nos toca empezar a meter la mano en ella. Hemos comprado el vallado, hemos llamado al Kikuyu para que nos ayude a ponerla y él y el Inti han instalado mil doscientos metros de perímetro antiganado con la ayuda exclusiva de sus descarnadas manos que parecen lijas y los llantos de súplica del Kikuyu que solo imploraba que le dejáramos regresar al calorcito confortable de su Madrid. Hemos comprado el sistema de riego por goteo e instalado con nuestras insensibles manitas hechas ya muñones los ocho mil quinientos goteros que uno a uno han de aliviar la sed de nuestras plantas. Y justo después de ésto, llegamos al momento de aprovisionarse de las plantas en cuestión que deberán residir en tal lujosa morada.

Yo soy una maestra haciendo listas de la compra con todo lujo y fantasía, ya sean fruslerías de Pepe Jeans o delicatessen agros, no hay nadie más eficiente: así me aplique a seleccionar cuatro variedades diferentes de calabacines (incluído uno que se denomina “Belleza Negra”, que no sé a vosotros, pero a mi me suena casi porno), seis de judías verdes (incluyendo una llamada “Slenderette” que debe de ser la compañera de show del calabacín anterior), siete de lechugas incluyendo una silvestre holandesa... vamos, vamos, vamos; de todo lo demás mucho más. Y finalmente doce variedades de tomates incluyendo los cotizados Cherrys.

Con la lista en la mano, procedí a llamar en primer lugar al único vivero ecológico situado ya de por sí en el culo del mundo que me fue confirmando, una a una, todas las variedades salvo, ¡o Lénines!, el tomatillo Cherry, que quién lo iba a decir, parece ser que se autogenera espontáneamente en los estantes del Carrefour. Inasequible al desaliento, no me dispuse a la renuncia de tan exitosa hortaliza, y pasé a la siguiente fase: la de llamar a todos los viveros provinciales y para provinciales (de Comunidades Vecinas) fueran o no del gremio ecológico, solo para descubrir que nadie parece darles la relevancia que tienen, y tras dos semanas de infructuosas gestiones, me veo que el tiempo de la recolección se nos va a echar encima, y aquí nosotros huérfanos de Cherrys.

Por aquel entonces, el Inti me empieza ya a sugerir que me relaje, que a lo mejor no son tan imprescindibles los tomatillos en cuestión, y que podríamos empezar sin ellos, pero yo todavía con energías, me lanzo a la argumentación de por qué una empresa hortícola de calidad, fina y que se precie, destinada a la comercialización, debe contar entre sus haberes con esta oferta, imprescindible para la cansada ama de casa (del género que sea) dispuesta a pagar cinco veces más por un tomate que pesa cinco veces menos y no sabe a nada, pero que todos los niños del mundo se comen sin protestar, y que convierte una vulgar ensalada de lechugas de bolsa en una sofisticada propuesta gastrónomica... debí ser eficaz, porque el Inti no dijo ni mú, alzó la vista al cielo a la vez que deshinchaba sus pulmones en un suspirillo y durante días cejó en la insistencia de la importancia de las binas y las escardas en el engrose de las cebollas. Ni ganas que le quedaron, creo.

Yo soy perceptiva y empecé a notar que no había clima, así que no volví sobre el asunto, pero inicié el desesperado Plan Z, el de “los saco de donde sea”, porque yo no intento arrastar a nadie a mis convinciones, pero claro, que tampoco me convenzan a mi de que los Cherrys no hacen falta ni son imprescindibles.

Así llegué a un jueves de los de mercadillo de abastos y anuncié a bombo y platillo a mis corrurales que me iba a la capital más pequeña de provincia de este país (que tiene a gala ser la que me queda cerca) y que quién quería algo (porque es costumbre entre los lugareños que quien descienda a la civilización lo comunique a los restantes para brindarles la oportunidad de hacer encargos).

A partir de aquí paso al resumen horario de aquella fatídica jornada:

Nueve treinta: arranco el Vernon (lean, si les apetece, mi anterior vida para saber que es el monstruo con ruedas BMW casi clásico, que nos desplaza al Inti y a mi desde hace años).

Nueve y treinta y cinco: casi atropello un corzo.

Nueve cuarenta y seis: me ataca un perro pastor de un rebaño de ovejas, casi lo atropello. Me chilla el pastor al que esquivo habilmente. Me chilla aun más.

Nueve cincuenta: casi atropello a un zorro cojo.

Diez y cuarto: casi atropello a una señora con un carrito de la compra porque he perdido la costumbre de las enormes aglomeraciones de tres personas que se producen en los pasos de cebra.

Diez y cuarenta: consigo aparcar el Vernon que mide como un portaviones y ya no hacen plazas de su talla.

Diez y cuarenta y cinco: entro en PPJ a ver qué hay.

Once y veinte: salgo de PPJ después de haberme probado media tienda, haber dejado la lata de coca cola que me estaba refrescando a la dependienta para que me la guardara y haberla recuperado para seguir bebiéndola absolutamente disipada. En un ejercicio soberano de autocontrol, luchando conmigo misma y contra mis genes, no compré nada.

Once y cuarenta: estoy en el mercado de abastos tras haber andado un congo.

Doce menos diez: localizo en un puesto alejado de mi unos sesenta metros una mesa llenita de bandejas de plántulas pidiéndome a gritos que las ponga en mi huerto (y una oferta de cuatro kilos de cerezas del Jerte a tres euros). De veinticinco atléticas zancadas llego al puesto y me cuelo in extremis a una señora, adelantándome con mi voz cantarina en la pedida de vez.

Doce menos cinco casi: pido todos los tomates Cherrys que tenga el hombre en su haber (necesito doscientas unidades de plantas), el tendero me señala las plantas chuchurrías que quedan en un rincón y me dice que solo tiene esas. La mujer adelantada me mira, y me dice “yo necesitaba tres...”, la miro asustada, le miro al tendero, repongo a la clienta: “¡y yo doscientas!”; la mujer me mira asustada, el tendero me mira asustado, yo miro asustada la bandeja en la que apenas hay cincuenta plantas, y me niego a quedarme con sólo cuarenta y siete. Se hace el silencio en el mercado, se paran los pájaros en el cielo y siento que todo el mundo mundial se ha vuelto a mirarme y lo hace de manera hostil y comienzo a sentirme un poquito miserable. Trago saliva, miro a la señora, miro al tendero y le digo en un hilillo de voz “dele tres a la señora”. El tendero coge tres, se los da a la señora, coge la bandeja me la da a mi sin molestarse en sacar las plantitas y meterlas en una bolsa. Yo abro los brazos todo lo que puedo e intento abarcar la bandeja. Le miro al tendero. Le devuelvo la bandeja y busco en mi bolso la cartera para sacar el dinero y pagarle. El hombre me da la bandeja que yo cojo con la mano izquierda y apoyo en la derecha que deja caer el dinero en la palma de la mano del hombre. El hombre va a la caja y saca el cambio, yo miro la bandeja, le miro a él, siento la necesidad de devolverle la bandeja, pero me lo pienso y le digo que se lo guarde.

Doce en punto: agarro firme mi bandeja, levanto la vista del suelo y con un par de narices, me voy del mercado atropellando a todos los transeuntes que lo abarrotan, arrinconándolos contra los puestos mientras les pido disculpas bajito una y otra vez, y echando de menos no haber tenido más valor y más manos para pedir también los cuatro kilos de cerezas. Mil metros más allá sudo a chorros y se me cae el bolso del hombro.

Doce y diez: paro en un puesto de periódicos a comprar quince ejemplares del Mundo que me han encargado mis convecinos porque mencionan al pueblo en la edición de ese día: dejo la bandeja en el suelo, cojo los periódicos, saco el dinero, guardo el dinero, me seco el sudor de la frente, me coloco el bolso, pongo los periódicos bajo el brazo y retomo mis tomates cuando un hombre ya está preguntando al kioskero que con que publicación regalan plantas.

Doce y media: atravieso un parque esperando que haya menos gente y atajar al menos tres metros (que todo ayuda). Unos abuelos orondos jugando a la Tanguilla (deporte local que no es de origen brasileño) me preguntan donde voy con tanta alfalfa.

Doce y treinta y ocho: entro en una pescadería para comprar una caja entera de sardinas que me han encargado los del bar del pueblo para la sardinada que quieren hacer el domingo (de origen levantino y nuevos como vecinos, están bien convencidos de que los espetos tienen tanto éxito internacional como mis tomates Cherrys, y quieren introducirlos en estas tierras como tapa del vermout post misa, así que yo, solidaria y reconocida en su lucha, me brindo a colaborar haciendo el porte del pescado). Dejo la bandeja de plantas en el suelo de la tienda, despego los brazos y despego los periódicos que con el sudor se han aderido a mi cuerpo, los dejo en el suelo. Saco el monedero, intento arreglarme la coleta medio deshecha, recojo las vueltas, cojo la caja de sardinas, la dejo en el suelo, la tendera me suplica que no lo haga, que no está limpio, yo la miro a ella, ella mira la bandeja de plantas y los periódios y se calla. Pongo la bandeja de tomates encima de la de sardinas, vuelvo a aderirme la prensa al cuerpo y con los bracitos pegados intento recojer las dos cajas del suelo. Tras varios intentos, consigo incorporarme con todo dispuesto en un muy frágil equilibrio. Renqueante salgo a la calle intentado estirar el cuello todo lo que puedo para ver por encima de tanto bulto.

Doce y cincuenta: llego al Vernon, y como no le cierra la puerta del portaequipajes, tiro los periódicos dentro del coche y meto las sardinas y los tomates en el compartimento de los pasajeros. Entro en el coche, bajo las ventanillas para que me de el aire, se me seque el sudor y pueda respirar algo que no huela a pescado. Cojo la cajetilla de tabaco con las manos por fin liberadas y me fumo un Ducados de una única calada.

Trece en punto: arranco el coche y me vuelvo espitada a mi pueblito de nada, de cuarenta habitantes. Adelanto a todos los coches que me encuentro antes de llegar al puerto previo al páramo de Cicely (que tiene solo un carril y allí es imposible que pasen dos coches simultaneamente).

Trece treinta: en una curva brusca se me vuelcan la bandeja de tomates y la caja de sardinas sobre el asiento del pasajero donde descansan los periódios.

Trece y treinta y tres segundos: haciendo alarde de mis reflejos alertas y mis nervios templados, detengo el coche con una rapidísima frenada en medio de la carretera, porque carece de arcén.

Trece y treinta y uno: los coches adelantados que me seguían de cerca frenan con los mismos reflejos que yo (me sorprende gratamente) y se dedican a decir de todo a mi medio cuerpo inferior que permanece fuera del coche, mientras mi medio cuerpo superior, dentro del habitáculo de pasajeros intenta recomponer los peces y las plantas en sus respectivas cajas y secar la prensa del agüilla de las sardinas.

Trece y treinta y siete: tras seis minutos eternos, recupero el cuerpo superior y pido disculpas a mi público que grita, pero se me malinterpreta y empiezan a pitarme. Me meto en el coche y acelero antes que arranco.

Trece cincuenta: llego a Cicely desencajada, apestando a sardinas, con los Cherrys deshojados y los periódicos deshechos. Cuando entro en casa me desmorono y lloro.

El Inti me mira, intuye el drama y mientras mueve la cabeza, me dice: “supongo que por fin, sí tenemos tomates Cherrys. Y le oigo que además susurra por lo bajini un no-sé-qué sobre lo malísimos que son los fundamentalismos.